Lo más importante de las cosas menos importantes
Roberto
Fontanarrosa, uno de los mayores exponentes de la literatura latinoamericana,
mencionó en algún momento que “el futbol que vale es el que queda en el
recuerdo” y en ese mismo sentido, el 8 de diciembre de 2010 es una fecha de la
que difícilmente me pueda olvidar.
Esa noche, cuando
mi papá llegó de trabajar, se cambió rápidamente la camisa por la camiseta roja y emprendimos el viaje en auto hacia Avellaneda. Iba a ser la primera vez que
iba a la cancha y recuerdo perfectamente cómo iba observando atentamente a la
gente en los colectivos o en los autos vestida con distintos modelos de la misma camiseta, cantando, discutiendo o con el silencio de nerviosismo previo a una
final.
Al llegar a
Avellaneda, mi viejo estacionó el auto a unas quince cuadras del estadio y
completamos el trayecto caminando. Con cada cuadra que pasaba se empezaba a
sentir más la tensión y la preocupación en aquella horda de camisetas rojas que
nos llevaban al ritmo de canciones populares hasta las inmediaciones del club.
Sin embargo, mi papá estaba sereno, con un rostro que emanaba mucha más
confianza que la del resto de los hinchas.
Ya cuando
estábamos llegando, decidí preguntarle: "Pa, ¿Cómo vamos a salir
campeones si en el primer partido perdimos 2-0 y no la tocamos?" Ahí fue cuando
él esbozó una sonrisa y me dijo "Somos de Independiente, del Rey de Copas,
a estos equipos les ganamos con la camiseta", y al terminar la oración se acercó
a un puesto de souvenirs y me compró una moneda de metal, pintada de dorado y
con el escudo de Independiente. Si bien no terminé de entender lo que
significaba "ganar con la camiseta" me aferré a esas palabras y a esa
moneda como si fuera lo único que existía en el mundo en aquel momento.
Una vez que llegamos a la cancha, nos sentamos en una de las tribunas altas del estadio y, a pesar de que estaba en construcción y a medio terminar, yo estaba fascinado por estar en ese lugar que tantas veces había visto por televisión. Esperé sentado hasta el comienzo del encuentro, en silencio y mirando la moneda, intentando aprender las canciones que entonaba el resto para cuando arranqué el partido. A medida que pasaban los minutos los cantos eran más fuertes y se convirtieron en ruido ensordecedor cuando los equipos salieron a la cancha. Fue ahí cuando me paré arriba de mi butaca para poder ver y empecé a tararear las canciones, ya que no terminaba de entender la letra de las mismas.
Independiente empezó ganando. Cuando la pelota tocó la red, me fundí en un abrazo con mí viejo, luego observé la moneda y me dio confianza de que podíamos ganar. La confianza se desvaneció rápidamente ya que el empate del equipo contrario llegó justo sobre el final del primer tiempo y yo me puse a llorar desconsoladamente. Fue ahí cuando mí viejo me miró como si mi tristeza fuese en vano y me dijo "¿Te acordas lo que te dije antes?", cuando asentí con la cabeza, él concluyó: "¿Entonces para qué lloras?"
Al empezar el segundo tiempo, Independiente hizo dos goles rápidos y se vivía un algarabía generalizada en las tribunas, no podía creer lo que estaba pasando. Sin embargo, nada estaba decidido, el partido se definiría desde el punto del penal. Es ahí que, mientras todos se paraban en sus asientos, yo me senté, sin posibilidad de ver los penales debido a mi baja estatura, con cientos de hinchas en frente mío y aferrado a la moneda y a la mano de mi padre mientras repetía en mi cabeza "le ganamos con la camiseta". A medida que pasaban los distintos ejecutantes escuchaba los festejos en los penales de nuestro equipo y el silencio en los penales de los contrarios. Hasta que escuche un ruido metálico, como cuando una moneda cae al piso, seguido de un grito generalizado ensordecedor. El equipo rival había errado desde los doce pasos y si Independiente convertía se consagraría campeón. La tensión se palpaba en el aire cuando el capitán de nuestro equipo se asomaba para hacerse cargo de ese penal tan importante.
Escuche el grito desaforado de los hinchas y, antes de que pudiera reaccionar, mi viejo me dio
uno de esos abrazos eternos, de esos que uno desea que nunca terminen, y con la voz
quebrada y lleno de lágrimas "Viste que tenías que hacerme caso".
Hoy la moneda se
encuentra guardada como recuerdo de aquel día y, en los diez años
subsiguientes, se convirtió casi en un ritual ir a ver a Independiente cada
quince días. Si bien en ese tiempo los resultados nos dieron muchas tristezas, en la que esa mirada que irradiaba confianza desaparecía y con ella desaparecía mi ilusión, y algunas pocas alegrías y abrazos que también quedarán grabados para siempre en mi memoria, siempre disfruté de poder compartir esos momentos y esa
pasión con mi viejo, porque para nosotros, el futbol es lo más importante de
las cosas menos importantes.